Mucho de teatral hay en esta película que lidia entre la comedia y el drama sentimental. Tres actos perfectamente separados más un brumoso epílogo que, siguiendo en su mayor parte la regla de la unidad de lugar (solo el comienzo del primero y el epílogo se desarrollan fuera del título, amén de una breve pero intensa escena en la estación de tren) se despega completamente de las de tiempo y, sobre todo, de acción, para contarnos la historia de una familia de esas que se reunen en vacaciones sin dejar que sus propios demonios se tomen unos días de asueto.
La trama une un grupo variopinto de personajes, cada uno con su pequeño momento de gloria, que no ser por su lazos familiares o laborales resultan terriblemente inconexos. Con una separación amos/criados (visto el desarrollo de la historia, y como estos levantan sus muros entre ellos me permitiré esta anticuada denominación) marcadísima, que casi podría hacernos pensar, unido a este carácter teatral en el que no faltan ni las rupturas de la cuarta pared (esa cómica comida con incidente al que asiste Celia, la hija del personaje encarnado por Bruni Tedeschi, en lo que inequívocamente es un patio de butacas), que asistimos a un texto, u homenaje, al género dramático del XVII. Una película intenta abarcar un puñado de temas tan variopintos como la lucha de clases, las desigualdades laborales, los nuevos tipos de familia o por supuesto el amor/desamor, picoteando intermitentemente entre multitud de historias, tantas como unos personajes que en más de una ocasión parecen perderse por el camino (irónicamente como ese Bruno cuya desaparición solo descubren cuando ya puede ser tarde), y creando un conjunto tan heterogéneo como sobrecargado.
No solo, y no es necesario que la propia directora-actriz-guionista lo reconozca como tal, nos parece asistir continuamente a pinceladas autobiográficas sino también referenciales. En más de un momento podemos asistir con mayor o menor fortuna a elementos que parecen guiñar el ojo a Fellini, escenas surrealistas (incluso ese plano del jabalí podría hacernos pensar en la fauna que aparece en las películas de Paolo Sorrentino), y un humor bufo deudor de más de una añorada comedia que no acaba de arrancar la sonrisa del espectador, pero, al igual que sus temas, no consiguen añadir al resultado una profundidad a la que no cabe duda aspira.
La casa de verano es una película irregular en su sentido del ritmo. Podemos encontrar en ella momentos de brillantez, como esa noche de amor al compás del bellísimo Duetto buffo di due gatti, o esa absurda charla en la piscina que consigue transmitir altas dosis de tensión, y una maravillosa selección de acompañamientos musicales, algunos interpretados interdiegéticamente, con temas tan conocidos como los de La flauta mágica. Pero el resultado final además completamente ajeno a una comedia veraniega al uso (lo cual de entrada no es malo, en absoluto) se antoja un alargado y extravagante volcado de memoria que no acaba de conectar con un espectador que ve como la historia se retuerce sin avanzar en una trama que parece satisfacer, tal y como sucede en esa escena del arranque en la que la protagonista presenta su proyecto cinematográfico para la aprobación de financiación, a sus creadores que a su público potencial.
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